Dos semanas antes de su declive,
tres semanas antes de su muerte, el jardín
ya empezó a desaparecer. La cerca desvencijada se rindió
a las amenazas y los chicos arrojaban
juguetes de plástico rotos -amarillos feroces,
rojos sin resonancia, en el camino y en el limonero;
o se metían corriendo por los huecos, pisoteando las
plantitas.
Durante dos semanas nadie las regó, excepto yo, dos veces
pero después me fui. Ella todavía estaba consciente
y me dio las gracias. Les pedí a los demás que regaran
pero empezaron las lluvias; cuando volví eran aguaceros
violentos, repentinos que azotaban todas las tardes.
Brotó la maleza,
el manto seco fue barrido pronto
por los desagües. Oh, todavía quedaba verde
pero el jardín se esfumaba- cada día
menos señales del oasis
planeado con esmero, un cantero circular que su mente
concibió para las begonias, las rosas y los lirios,
y el romero-para-la-memoria.
Veinte años para construirlo-
menos de un mes para deshacerse,
y los que lo habían visto crecer,
los que vivieron esas décadas a su vera
no hicieron nada por conservarlo. Oh, Alberto sí,
un día arregló un poquito la cerca
cuando le dije que un jardín sería valioso
para un futuro inquilino. Pero nadie creyó
que la jardinera iba a vivir (yo menos que nadie),
así que su dolor ante la ruina
permanecía abstracto, un concepto incomprensible
que no movía a ningún acto. Cuando se la llevaron
en una
camilla
camino del sanatorio*, el deterioro visual
se volvió una bendición,
no pudo haber visto más que un manchón verdoso.
Pero a mí la maleza, los rosales sin rosas, los
tallos rotos de la caña india y de los amarilis, toda
esa jungla verde y opaca, me mostraban
-antes de que terminara su agonía-
una mirada obstinada, ciega, que lo veía todo:
la había visto ya en los museos,
en las máscaras de piedra de dioses y de víctimas.
Una mirada que no admite ternura alguna, si sonríe,
lo hace con amargura sublime -no,
ni siquiera es amarga: no admite
arrepentimiento, en su cosmos no hay lugar para la nostalgia,
la amargura es irrelevante.
Si sostiene una flor, y lo hace,
una flor sedosa, brillante y delicada que florece
un solo día, la sostiene
apretada entre los dientes filosos.
Sobre su rostro pueden arrastrarse enredaderas y escorpiones pero aunque los siglos limen
los párpados y las anchas fosas nasales, la mirada de piedra
sigue inmóvil, fija, absoluta,
una sonrisa negadora frente a la eternidad.
Los jardines desaparecen. Ella, aquí, era extranjera,
igual que yo. Su muerte
no era asunto de México. El jardín
era un rehén. Los viejos dioses
tomaron lo que era de ellos.
*N de la T: en español en el original.
DEATH IN
MEXICO
Even two
weeks after her fall,
three weeks
before she died, the garden
began to
vanish. The rickety fence gave way
as it had
threatened, and the children threw
broken
plastic toys –vicious yellow,
unresonant
red, onto the path, into the lemontree;
or trotted
in through the gap, trampling small plants.
For two
weeks no one watered it, except
I did,
twice, but then I left. She was still conscious then
and thanked
me. I begged the others to water it-
but the
rains began; when I got back there were violent,
sudden,
battering downpours each afternoon.
Weeds flourished,
dry topsoil
was washed away swiftly
into the
drains. Oh, there was green, still,
but the
garden was disappearing-each day
less sign
of the ordered,
thought-out
oasis, a squared circle her mind
constructed
for rose and lily, begonia
and
rosemary-for-remembrance.
Twenty
years in the making-
less than a
month to undo itself;
and those
who had seen it grow,
living
around it those decades,
did nothing
to hold it. Oh, Alberto did,
one day,
patch up the fence a bit,
when I told
him a future tenant would value
having a
garden. But no one believed
the garden-maker
would live (I least of all),
so her pain
if she were to see the ruin
remained
abstract, an incomprehensible concept,
impelling
no action. When they carried her past
on
a stretcher,
on her way
to the sanatorio, failing sight
transformed
itself into a mercy, certainly
she could
have seen no more than a greenish blur.
But to me
the weeds, the flowerless rosebushes, broken
stems of
the canna lilies and amaryllis, all
a
lusterless jungle green, presented-
even before
her dying was over-
an
obdurate, blind, all-seeing gaze:
I had seen
it before, in the museums,
in stone
masks of the gods and victims.
A gaze that
admit no tenderness, if it smiles, it
only smiles
with sublime bitterness-no,
not even
bitter: it admits
no regret,
nostalgia has no part in its cosmos,
bitterness
is irrelevant.
If it holds
a flower-and it does,
a delicate
brilliant silky flower that blooms only
a single
day-it holds it clenched
between
sharp teeth.
Vines may
crawl, and scorpions, over its face,
but though
the centuries blunt
eyelid and
flared nostril, the stone gaze
is utterly
still, fixed, absolute,
smirk of
denial facing eternity.
Gardens
vanish. She was an alien here,
as I am.
Her death
was not
México’s business. The garden though
was a
hostage. Old gods
took back
their own.
(de "Poems 1972-1982", New Directions Publishing Corporation, 2001.)
Versión en castellano de Sandra Toro