sábado, 27 de diciembre de 2014

POEMAS DE OLGA



i

Arrodillada junto a la estufa de gas, 
desvistiéndose,
chamuscándose lujuriosamente, rascando
en los flancos aceitunados la marca roja
del cinturón—

(Y la hermanita en la cama
con ojos como cuentas
o entredormida, ¿era yo? Mi cabeza,
una cámara—)

Dieciséis. Sus pechos
redondos, redondos,
de pezones oscuros—

la que desde hace dos meses,
es huesos y jirones de piel bajo la tierra.


ii

El agudo
de insistencia agobiante, líneas
entre las cejas en alto –

atormentada, atormentada –
la piel alrededor de las uñas
una llaga, de tanto morder –

¿Querías gritarle al mundo
para que entrara en razón,
no es cierto? –empujar

a los pobres a la república 
socialista de la alegría–
Qué rabia

y qué vergüenza de la humanidad
te azotaron a los nueve,
cuando viste las casas de la calle Ley

y supiste que eran pocilgas.
mientras yo, a la misma edad,
te provocaba, admirando

la solidez de la arquitectura, cercana
a mil ochocientos cincuenta, y veía
dignidad en esos pórticos blanqueados.

Negra, negra,
había una vela
blanca en tu corazón.


iii


i

Todo fluye
                  le murmuró a mi niñez,
yendo y viniendo por el pasto donde marionetas humanas
ensayaban destinos ese verano,
impulsada ante las apariencias extrañas por el azote de su voluntad–

todo fluye
yo levanté la vista desde mi sillón de caña de Osito Más Chiquito
y supe que las palabras provenían de un libro
y las sentí ajenas a mí

pero ligadas a otras, que adorábamos,
de nuestro libro de himnos– El tiempo
como una corriente que no cesa/ arrastra a todos sus hijos con ella


ii

Ahora, como si en mi camino soplaran humo o dulzura,
inhalo una sensación de su vitalidad en ese instante,
sintiendo, soñando, esperando y conociendo como nadie el entusiasmo y el tedio
una chica en el jardín, el mismo cuadrado alquímico
en el que crecí yo, y que a veces se nos hacía
demasiado chico para nuestros destinos grandiosos–

                                                                                        Pero lo terrible
estaba en ella, como un frenesí, estaba en el río oscuro e incesante
que se acercaba y contra el que levantó diques, poniéndose
a tamizar cenizas todo un invierno después de la misa de la mañana,

clasificando el desorden habitual de su escritorio, basando
sus versos en El año cristiano, de Keble, buscando
esas discusiones interminables, tratando

de manipular las vidas hasta el desastre...para cambiar,
¡cambiar el curso del río! Qué fervor por el orden
desordenó su peregrinar— para que durante años

fuera a esconderse siempre entre desconocidos, esperando
reordenar todos los misterios bajo una luz nueva.


iii

La negra, íncuba
                apareció
montada en la angustia como los Tártaros en sus yeguas

sobre el rastrojo de los años malos.

Un año de esos
            cuando ya no sabía si estaba viva o muerta
la soñé

ojerosa y con las mejillas rojas
                    iluminada por el fuego
de un puesto de mariscos de un barrio pobre —

¿Fue un sueño? Ya casi había perdido

la noción
     de quién era, de cómo sería andar —bajo su piel,
bajo su pelo negro
                               teñido de rubio—

con las oscilaciones de la luna,
en la vida que yo siento desplegarse, no fluir, en los años peregrinos.


iv

Estabas en tu cama de hospital, tendida y
enamorada, con los odios
que te habían seguido como
la cola de un cometa, consumidos

igual que tus desastres nacidos del amor,
consumidos
mientras el dolor y las drogas
peleaban adentro tuyo como dos hermanas—

flotabas en un mar
de amor y de dolor — y cómo te gustó siempre
esa tonada “Abajo están
los brazos eternos”—

todas las historias,
consumidas hasta
el hueso enfermo, excepto

esa llama noble.


v

i


En un verde jardín donde yazga —

le pusiste palabras a una canción tan triste
que se abrió paso en mi vida como a través de un bosque.

Como a través de un bosque, entre abedules, con la luz y la sombra
deslizándose un instante en los claros, escondida tras las matas de muérdago

tu vida sopla en mí                              En Valentines
hay una raíz que sobresale del césped a varios metros del árbol.

Decías que la podíamos levantar como una puerta-trampa
y bajar la escalera hasta otro país
donde vivir sin padre ni madre
y sin extrañar el mundo de arriba. Los pájaros
cantaban dulcemente, oh una canción, en medio del día,

y en las tardes calurosas entrábamos a las iglesias mudas de Mid Essex
a comulgar con las efigies de los caballeros y sus damas

y con los perros esbeltos dormidos a sus pies,
contra la piedra tan fría—                         En la juventud

está el placer, en la juventud está el placer.


ii

Bajo las nubes del otoño, bajo la vastedad
blanca del cielo invernal, te fuiste a pie
el año que estuviste más sola

de vuelta a las calles de antes, otra vez viendo 
los carteles que apuntan a Theydon Garnon
a Stapleford Abbots o a Greensted,

cruzando los campos arados (del color al que yo le decía marronáceo,
un matíz entre marrón y malva que nos fascinaba
cuando yo era una nena y vos

no mucho más) encontrando nuevos atajos
cerca de White Roding o de Abbess Roding, o perdida
entre las calles de Romford, que en esa época eran senderos—
frunciendo el entrecejo para aplastar tus pensamientos, respirando profundo
el aire húmedo y quieto, metiendo la escarcha 
en tu mente inquebrantable.

Qué frío para tu abrigo liviano y tus zapatos de mala muerte–
Níobe sin lágrimas. Tus hijos estaban perdidos
y las luces del escenario se habían apagado, hasta el teatro vacío

estaba cerrado para vos, cueva de transformación donde todo
había sido casi posible.
                                         Cuántos libros
leíste ese invierno en tus pensiones silenciosas
y cómo, desde afuera, los gritos extraños de los chorlitos traspasaban tu soledad.
En mi añoranza, una vez les abrí los brazos, al lado tuyo,
tropezando sobre los surcos–

Oh sin peinar y con las medias caídas
te arrastrabas detrás de tu angustia
sobre los campos yermos, solemne, solemnemente.

vi

Tus ojos eran del marrón-dorado del pedregullo bajo el agua.
Nunca crucé el puente sobre el Roding, el que suspendido sobre Wansted Park
separa el campo abierto del presente
de los misterios, fantasmas y desvíos del sentido del tiempo,
sin recordar tus ojos. Aunque estuviéramos enemistadas
y mis propios ojos ardieran de dolor y de rabia al pensar en vos.
Y en otras corrientes de otros países; en cualquier lugar donde la luz
atravesara un charco hasta la grava dorada. Los ojos marrones
de Olga. Un verano lluvioso, en New Forest,
donde apenas se podía respirar de tedio y baja presión,
te lanzaste, salvaje, a improvisar en el piano
todas las sonatas de Beethoven, un día tras otro–
que se me hicieron semanas; a ratos daba vuelta las hojas,
salía a andar en bicicleta, volvía y seguías ahí,  
en las caídas y los rápidos de la música. Resonaban arpegios, la rectoría
temblaba y nuestros padres parecían haberse desvanecido.
Pienso en tus ojos en esa foto, seis años antes de que naciera yo,
y en el miedo que había en ellos. ¿Qué hiciste después
con tu miedo? ¿En los años de humillación,
de paranoia, de chantaje y casi de miseria, perdiendo, 
uno por uno, el amor de los que amabas
padres, amantes, hijos, amigos idealizados?¿qué mantuvo
encendida en vos la llama de la compasión para iluminarte,
tan nítido, otro capítulo (pero del mismo libro) "un claro
en la selva oscura
una casa con la puerta abierta, una mano en un gesto
de bienvenida"*?
                          Cruzo
tantos arroyos en el mundo, hay tanta luz
bailando sobre tantas piedras, tantas preguntas que mis ojos
arden por formularle a los tuyos, ojos marrón-dorados
con las pestañas cortas pero los párpados
curvos como tallados en madera de olivo, ojos con una visión
noble y celebratoria en el reverso de la mirada dura, o velada, o brillante,
pero siempre inescrutable...

Mayo-Agosto, 1964.


*NOTA DE LA AUTORA:  Los versos citados —"un claro/ en la selva oscura..."— son una adaptación de unos versos de "Selva oscura", de Louise Mac Niece, un poema que mi hermana Olga adoraba.


Todas las versiones en castellano de este blog son de Sandra Toro.




OLGA POEMS

(Olga Levertoff, 1914 – 1964)


i

By the gas-fire, kneeling
to undress,
scorching luxuriously, raking
her nails over olive sides, the red
waistband ring –

( And the little sister
beady-eyed in the bed–
or drowsy, was I? My head
a camera – )

Sixteen. Her breasts
round, round, and
dark-nippled –

who now these two months long
is bones and tatters of flesh in earth.


 ii 

The high pitch of
Nagging insistence, lines
Creased into raised brows –

Ridden, ridden –
the skin around the nails
nibbled sore –

You wanted
to shout the world to its senses,
did you? – to browbeat

the poor into joy’s
socialist republic –
What rage

and human shame swept you
when you were nine and saw
the Ley Street houses,

grasping their meaning as slum.
Where I, reaching that age,
teased you, admiring

architectural probity, circa
eighteen-fifty, and noted
pride in the whitened doorsteps.

Black one, black one,
there was a white
candle in your heart.

iii
                                   i

Everything flows
                            she muttered into my childhood,
pacing the trampled grass where human puppets
rehearsed fates that summer,
stung into alien semblances by the lash of her will–

everything flows –
I looked up from my Littlest Bear’s cane armchair
and knew the words came from a book
and felt them alien to me

but linked to words we loved
                                               from the hymnbook– Time
like an ever rolling stream/ bears all its sons away –


                                         ii

Now as if smoke or sweetness were blown my way
I inhale a sense of her livingness in that instant,
feeling, dreaming, hoping, knowing boredom and zest like anyone else
a young girl in the garden, the same alchemical square
I grew in, we thought sometimes
too small for our grand destinies –
                                                        But dread
was in her, a bloodbeat, it was against the rolling dark
oncoming river she raised bulkwarks, setting herself
to sift cinders after early Mass all of one winter,

labelling her desk’s normal disorder, basing
her verses on Keble’s Christian Year, picking
those endless arguments, pressing on

to manipulate lives to disaster… To change,
to change the course of the river! What rage for order
disordered her pilgrimage–so that for years at a time

she would hide among strangers, waiting
to rearrange all mysteries in a new light.

                                      iii 

Black one, incubus –
           she appeared
riding anguish as Tartars ride mares

over the stubble of bad years.

In one of the years
     When I didn’t know if she were dead or alive
I saw her in dream

haggard and rouged
               Lit by the flare
from an eel- or cockle-stand on a slum street –

was it a dream? I had lost

all sense, almost, of
       who she was, what–inside of her skin,
under her black hair
                                dyed blonde –

it might feel like to be, in the wax and wane of the moon,
in the life I feel as unfolding, not flowing, the pilgrim years –


  iv

On your hospital bed you lay
in love, the hatreds
that had folowed you, a
comet’s tail, burned out

as your disasters bred of love
burned out,
while pain and drugs
quarreled like sisters in you –

lay afloat on a sea
of love and pain – how you always
loved that cadence ‘Underneath
are the everlasting arms’ –

all history
burned out, down
to the sick bone, save for

that kind candle.

v

                                                 i

In a garden grene wheneas I lay –

you set the words to a tune so plaintive
it plucks its way through my life as through a wood.

As through a wood, shadow and light between birches,
gliding a moment in open glades, hidden by thickets of holly

your life winds in me.                                 In Valentines
a root protrudes from the greensward several yards from its tree

we might rise like a trapdoor’s handle, you said,
and descend long steps to another country
where we would live without father or mother
and without longing for the upper world. The birds
sang sweet, O song, in the midst of the daye,

and we entered silent mid-Essex churches on hot afternoons
and communed with the effigies of knights and their ladies

and their slender dogs asleep at  their feet,
the stone so cold –                  In youth

is pleasure, in youth is pleasure.

                                     ii


Under autumn clouds, under white
Wideness of winter skies you went away walking
The year you were most alone

Returning to the old roads, seeing again
The signposts pointing to Theydon Garnon
Or Stapleford Abbots or Greensted,

Crossing the ploughlands (whose color I named murple,
A shade between brown and mauve that we loved
When I was a child and you

Not much more than a child) finding new lanes
Near White Roding or Abbess Roding; or lost in Romford’s
New streets where there were footpaths then –
Frowning as you ground out your thoughts, breathing deep
Of the damp still air, taking
The frost into your mind unflinching.

How cold it was your thin coat, your down-at-heel shoes –
tearless Niobe, your children were lost to you
and the stage lights had gone out, even the empty theater

was locked to you, cavern of transformation where all
had almost been possible.
                                         How many books
You read in your silent lodgings that winter,
how the plovers transpierced your solitude out of doors with the
                                                                                       strange cries
I had flung open my arms to in longing, once, by your side
stumbling over the furrows –

Oh, in your torn stockings, with unwaved hair,
you were trudging after your anguish
over the bare fields, soberly, soberly.


vi

Your eyes were the brown gold of pebbles under water.
I never crossed the bridge over the Roding, dividing
the open field of the present from the mysteries,
the wraiths and shifts of time-sense Wanstead Park held suspended,
without remembering your eyes. Even when we were estranged
and my own eyes smarted in pain and anger at the thought of you.
And by other streams in other countries; anywhere where the light
reaches down through shallows to gold gravel. Olga’s
brown eyes. One rainy summer, down in the New Forest,
when we could hardly breathe for ennui and the low sky,
you turned savagely to the piano sightread
straight through all the Beethoven sonatas, day after day –
weeks, it seemed to me. I would turn the pages some of the time,
go out to ride my bike, return – you were enduring in the
falls and rapids of the music, the arpeggios rang out, the rectory
trembled, our parents seemed effaced.
I think of your eyes in that photo, six years before I was born,
the fear in them. What did you do with your fear,
later? Through the years of humiliation,
of paranoia and blackmail and near-starvation, losing
the love of those you loved, one after another,
parents, lovers, children, idolized friends, what kept
compassion’s candle alight in you, that lit you
clear into another chapter (but the same book) a clearing
in the selva oscura,
a house whose door
swings open, a hand beckons
in welcome’?
                       I cross
so many brooks in the world, there is so much light
dancing on so many stones, so many questions my eyes
smart to ask of your eyes, gold brown eyes,
the lashes short but the lids
arched as if carved out of olivewood, eyes with some vision
of festive goodness in back of their hard, or veiled, or shining,
unknowable gaze…



May - August, 1964.




(de Poems 1968-1972, New Directions Publishing, New York, 1987)





domingo, 9 de marzo de 2014

OTRA PRIMAVERA


En la boca dorada de una flor
el olor negro de la tierra en primavera.
¿Ya no hay cráneos en el escritorio,

nada más el estudio
generalizado de la muerte —¿como si hicieran
falta nuevas maneras de morir? No,

no hacen ninguna falta
maneras nuevas de morir.
La muerte sigue probando 

en nosotros el riesgo
salvaje de vivir
porque Adán se arriesgó.

Boca-dorada, la sonrisa torcida
de la luna hacia el oeste
en la ventana negra,

Calavera* de la Primavera.
¿No me entendés?
Hablo de vivir,

de pasar de un momento 
al que sigue, y al que viene
después, respirando la muerte 

en el aire de la primavera, sabiendo que 
aire también quiere decir
música para cantarle.


*N de la T: en español en el original.

ANOTHER SPRING

In the gold mouth of a flower
the black smell of spring earth.
No more skulls on our desks

but the pervasive
testing of death – as if we had need
of new ways of dying? No,

 we have no need
of new ways of dying.
Death in us goes on

testing the wild
chance of living,
as Adam chanced it.

Golden-mouth, the tilted smile
of the moon westering
is at the black window,

Calavera of spring.
Do you mistake me?
I am speaking of living

of moving from one moment into
the next, and into the
one after, breathing

death in the spring air, knowing
air also means
music to sing to.


(de "Poems 1960-1967", New Directions Publishing Corporation, 1987.)

Versión en castellano de Sandra Toro