Pasan
las noches, el sueño y los sueños; y el barco, que rueda y rechina;
y los
días, las nubes que ruedan sin sonido; el chirriar de las alas de las aves
que
viran, luchando contra el viento. Días y noches mar afuera,
el paso
de los años, y las décadas, sin el perfume de la tierra ni el escozor de la brisa.
Y llega
una mañana, esta, con una luz distinta
como la luz de la infancia
cuando abrimos los ojos a
un techo transmutado,
sin las sombras de siempre,
transformada la atmósfera
de la mañana —primero tuvimos miedo,
pero después supimos y
saltamos de la cama para ver
que sí, en efecto,
el misterio
era el misterio de la
nieve.
Hoy, el despertar muestra un color de
océano
irreconocible.
Y hay islas. Pájaros de especies nuevas
persiguen el alba.
El
cielo también es un cielo sin precedentes, inimaginable
su
matiz. Las aldeas costeras, los contornos de la montaña
son
casi un recuerdo —aunque no sea
un
lugar de donde hayamos partido alguna vez. Los viajeros no existen
hasta
que se paran junto a nosotros en la baranda. No hay un sentido de arribo,
sino un
sentido de aproximación. Alguien cruza una mirada y empezamos a hablar,
a oír
que su historia —el largo viaje por tierra, el puerto, las demoras, el embarque,
las tormentas, las calmas ecuatoriales,
tras lo cautivante de atravesar el tiempo,
todo lo demás
retrocede, empalidece, se nubla y después
se olvida,
solo el mar es real y presente, y el barco
que olfatea su rumbo
bajo el sol y la luna—
era
nuestra propia historia.
(de A Door in the Hive, New Directions Publishing Corporation, 1989).
Versión en castellano de Sandra Toro